El limbo de una familia rota

Más de un millón de niños, niñas y adolescentes han sido dejados atrás en Venezuela luego de que sus padres migraran hacia otros países. Sufren de doble vulnerabilidad: por ser menores de edad y por ser migrantes potenciales. Este es el retrato de una de esas tantas familias fracturadas: mamá y papá se fueron indocumentados a Bogotá, Colombia y sus cuatro hijos pequeños quedaron —también sin papeles— con los abuelos en un barrio de Caracas

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Texto:

Liza López y Ginna Morelo

Fotos:

Cristian Hernández

Caracas

Ginna Morelo

Bogotá

Quería pedirle si puede llamar a mi hija para saber si está bien. Hace más de dos semanas que no sabemos nada de ella. No nos ha llamado. Con esto del Coronavirus estamos asustados. Dígale que los niños están bien y que nos llame cuando pueda. Que se cuide mucho por allá.

Los niños saltan del mueble al piso, y del piso al mueble. Están en casa de los abuelos, fastidiados, porque tampoco fueron a la escuela hoy. Leo, el mayor, el que tiene siete años, se distrae con la televisión. Yeison, a quien llaman Coco, Coquito, el de cinco, y Leidi, de cuatro, se trepan en el descanso de la ventana para ver, aferrados a la reja, cómo la vecina limpia la entrada del rancho. Yulismar, la de 10 meses, acaba de despertarse de su siesta. Hay mucho alboroto. La señora Carmen, la abuela de todos, corre al cuarto para atenderla.

—Ay mija. Esto es terrible. Desde hace días estoy mala de la espalda (tiene cuatro hernias y dos discos desgastados) y no pude lavarles los uniformes. Es que tampoco tenemos agua. Desde hace un año que no llega agua por las tuberías, y mi esposo, ay, menos mal que él me ayuda mucho, no ha podido ir a buscar agua donde el Mochito. A veces vamos a buscar agua allá donde el vecino, subiendo y cruzando por donde las monjas, dos garrafas. Son varias cuadras pero mi esposo va de a poquito.

Carmen aparta a sus nietos para señalar desde la ventana dónde queda la casa del Mochito. Es allá donde buscan dos, cinco, diez litros de agua, lo que alcance cargar su esposo, si acaso una vez por semana. Tratan de mantener esta rutina para poder cocinar algunas arepas al día y, cuando tienen, una pasta para rendir los alimentos de los nuevos miembros de la casa: los cuatro nietos que viven con ellos desde que la mamá de los niños emigró a Colombia en septiembre pasado.

La casa de Carmen y Pancho González está empotrada en una pendiente muy intrincada de José Félix Ribas, uno de los sectores más peligrosos de Petare, el conglomerado de barrios situado al este de Caracas y considerado uno de los más violentos de la capital, según el Observatorio Venezolano de Violencia. Las altas tasas de homicidios y delincuencia registradas en éste y otros barrios caraqueños sitúan a Venezuela como el país con la mayor cantidad de muertes violentas en suramérica. Así consta en el último informe de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), publicado en 2019, en el que destacan datos que impresionan: la cantidad de homicidios en Venezuela (57 por cada 100.000 habitantes) casi duplica el total de Brasil (30,5), país vecino que es ocho veces más grande en extensión y tiene casi siete veces más población.

Los González no tienen presente esas cifras, pero ven y escuchan a cada momento los estragos de esa violencia. Su rancho, al igual que todos a su alrededor, fue levantado con bloques y techo de zinc. Antes, hace unos pocos meses, cuando su hija vivía con su esposo y los niños en un rancho alquilado dos casas más abajo, había espacio suficiente donde los abuelos. En un cuarto dormían los esposos y en el otro, una nieta adolescente, Yorimar, que ahora hace de niñera cuando la señora Carmen tiene dolor de espalda.

Pero desde que le dejaron los nietos a su cuidado, dispusieron que los varones (abuelo+Leo+Coquito) durmieran en un cuarto y las hembras (abuela+Leidi+Yulismar+Yorimar) en el cuarto restante.

—Primero se fue el papá de los niños (en julio pasado). A los dos meses la llamó, le dijo: “¡vente!” y le mandó el pasaje. A los días ella dejó a los niños aquí y se fue con lo que tenía puesto. Se llevó un bolsito de esos que se ponen de lado y ya. Se despidió llorando. Es que ella quiere mucho a sus hijos.

Deisi se despidió llorando y se fue sin más. Con su cédula venezolana donde consta que tiene 22 años, y listo. Sin pasaporte, sin una promesa de trabajo en Colombia, sin hacer el trámite de colocación familiar para que la abuela pueda ejercer legalmente la crianza de sus cuatro nietos. Sin los documentos requeridos para migrar, sin dejar los papeles arreglados para que sus hijos puedan tener derecho a seguir estudiando, a que los atiendan en un hospital si se enferman. Los abuelos, al no tener el permiso de tutela otorgado por su hija, tampoco tienen cómo gestionar los papeles de identidad de sus nietos.

Los cuatro niños quedaron en un limbo —legal y emocional— con una abuela de 68 años que padece, además de una pobreza extrema, muchas dolencias en la espalda y episodios frecuentes de ansiedad porque no sabe casi nada del paradero de su hija. Sólo sabe que está en Colombia (no sabe en qué ciudad vive), que manda de vez en cuando dinero (unos 10 dólares al mes), y que en estos días le dio sarna (escabiosis).

De esto último se enteró gracias a un vecino que de vez en cuando le da recados de su hija. Lo que sucede es que ni la señora Carmen ni su esposo tienen teléfonos inteligentes para comunicarse vía WhatsApp, y el único aparato telefónico que usan sólo recibe llamadas locales o mensajes de texto. Deisi logra enviar notas de voz desde un teléfono inteligente cuando consigue algún mensajero que se lo haga llegar a su mamá y a sus hijos. A veces es un vecino, otras veces es la monja que dirige el colegio donde estudian sus niños, otras una periodista. Fue así como pudo enviarle a su familia, por fin, esta nota de voz.

Como hoy los tres niños mayores no fueron a la escuela y la bebé está en casa, entonces pueden escuchar, juntos en la misma habitación, el mensaje que les mandó mamá. Se suben todos a la cama de la abuela, donde Yulismar ya se espabiló de su siesta. La abuela sostiene a la bebé, que deja de llorar en el acto cuando escucha la voz que sale del teléfono:

Transcripción

“Hola, hijos, ¿cómo están?, ¿cómo se me portan? Espero que bien. Que le estén haciendo caso a la abuelita, al abuelo. Oye, los extraño un montón, un montón, un montón, y no saben cuánto los amo. Espero que estén bien. Cuando puedan me responden, para hablar. Porque no he podido hablar bien con ustedes porque no he tenido cómo. ¿Oíste? Pa’ que sepan y tengan eso presente, que no es porque yo no quiera, sino porque no he podido cómo. Entonces los amo mucho. Mucho, mucho, mucho, mucho”.

Deisi, que está a más de mil kilómetros de distancia, se quiebra. Esconde su rostro entre una blusa desteñida. Se seca las lágrimas, levanta la cara y dice:

—Esto es muy duro. Yo me quiero devolver. Ahora acá ni siquiera puedo trabajar porque recogiendo las cosas en la calle me enfermó.

Pescó una infección en la piel y como no tiene ni pasaporte, ni mucho menos tarjeta de permanencia, no se atreve a ir al médico porque teme que los deporten. Pese a ello, se llenaron de fuerza y se pre-inscribieron vía internet, para solicitar la documentación que les permita estar en el país.

—Nosotros queremos trabajar honestamente para mandarles plata a los niños y a mis papás— dice la mujer.

Deisi y su esposo trabajan como recicladores recorriendo los sectores Galán, Fontibón, Modelia y a veces se aventuran a ir hasta el norte de Bogotá. Una chatarrería les facilita la carreta para recoger los desechos. En un día malo hacen 4,79 dólares (unos 20.000 pesos colombianos*), en uno bueno podrían llegar a recibir 60.000 pesos. El kilo de hojas de cuaderno recicladas se los pagan a 450 pesos, el de vidrio 100, el de potes de plástico 400.

—Por lo que mejor pagan es por el kilo de aluminio, 2.000 pesos— dice el marido de Deisi, Antonio Rodríguez, quien tiene 26 años de edad.

Muy lejos de allí, en la habitación del rancho de los González, los cuatro hermanos y la abuela Carmen escuchan mudos los 36 segundos que dura la nota de voz. Están sonriendo. Todos. Leo levanta hacia el teléfono el papel con el dibujo que estaba pintando para enviárselo a su mamá. Es el primero que habla en la nota de voz:

Transcripción

—Leo: Te quiero te amo y te adoro. Estamos dibujando unos pescaditos. ‘Dición. No fuimos hoy pal colegio porque la abuela amaneció mala de la columna. Mañana si Dios quiere sí vamos (la abuela le dicta el mensaje).

—Coquito: Hola mamá, la ‘dición. Toy haciendo dibujo. Amo y la ‘tiero.

—Leo: Me tratan bien y le hago más o menos caso a mi abuela. Ay, chamo. La maestra sí me trata bien. Manda bastante tarea en el pizarrón, y la hago toa’. Me voy a portar bien. Chao mamá, ‘dición. Te quiero, te amo y te adoro. Ah, papá. Papa te quiero.

—Leidi: ‘dición mamá, te amo, adoro, te bendiga. Amén. ¿Cuándo vienes? ¿Cuándo vienes? (Me porto mal, mi abuela me pega, dicta la abuela,) Mi abuela me pega… Un besito ¡Mua!

Después de grabar los tres minutos de mensaje se distraen de nuevo y se instalan en el piso de la sala para terminar los dibujos que quieren enviarle a su mamá. No por correo postal sino en una foto por el WhatsApp de nuestro teléfono. Leo dibujó una casa rodeada por dos árboles y un sol, dos siluetas sonrientes (“somos mi hermano y yo”), seis pececitos, un corazón y una manzana. El niño de cinco y la niña de cuatro hicieron unos trazos y círculos de colores.

Son trazos similares a los que practican en el colegio Jesús Maestro de la ONG Fe y Alegría, situado a pocos metros de su casa. Sus maestras han notado los cambios de comportamiento de Leidi, Coquito y Leo en el salón de clase y en el patio de recreo. Cada uno ha padecido, a su manera, los efectos de la migración forzada de sus padres. Como también lo están padeciendo otros 20 alumnos más en esa escuela, y más de un millón de niños, niñas y adolescentes porque sus padres migraron y los dejaron al cuidado de otros.

Esta es la cifra de dejados atrás en Venezuela estimada por las organizaciones que investigan y atienden este fenómeno, como la Agencia de la ONU para los refugiados ACNUR, la Organización Internacional para las Migraciones y Cecodap. Usan esa expresión técnica para identificar a quienes los migrantes dejan al cuido de terceros: los dejados atrás. Abel Sarabia, coordinador de Cecodap (Centros Comunitarios de Aprendizaje), ONG venezolana con más de 30 años de trayectoria en defensa de los derechos de la infancia, ha repetido muchas veces una proporción matemática para ilustrar el impacto del éxodo venezolano: 1 de cada 5 migrantes deja a 1 niño atrás. Los datos indican que el total de dejados atrás representa 10% de la población infantil venezolana.

Pero seguro son muchísimos más de un millón, insiste Sarabia, pues existe un subregistro de los padres que migran indocumentados y dejaron a sus hijos con algún familiar. Por lo tanto, no se sabe en realidad a cuánto más asciende este total.

Lo que sí les consta es que 78% de estos niños y jóvenes presentan cambios en su comportamiento: se sienten tristes, se aíslan, sufren pesadillas, bajan su rendimiento escolar. Esos son justamente los síntomas que enumera la maestra Yamilet cuando describe la reacción de Leidi, la de cuatro años, tras la partida de su mamá a Colombia.

—Esos primeros días no paraba de llorar. Llegaba despeinada al salón, con los zapatos sucios. Se desmotivó mucho, se retraía, no quería jugar ni terminar las actividades. Siempre estaba a la defensiva. Pero ya se está integrando y casi no llora. Tenemos varios así en el salón, y como sabemos que se sienten solos, los asistimos más, les damos cariño, los abrazamos.

Su hermano Coquito, que ve clases en el salón al fondo del pasillo, tuvo un episodio hace unas semanas que dejó en shock a las maestras: perdió control de sus esfínteres y se defecó encima. Sus maestras dicen que a veces llega con moretones, y suponen que es por pelear con su hermano mayor.

—Siempre está callado— describe Yamilet. —Vive en una añoranza, como si sus recuerdos fueran de un tiempo pasado lejano, y eso que apenas tiene cinco años. Ese otro niño que ve allá también está triste todo el tiempo, solitario. Su papá migró hace unos meses y lo dejó con la abuela. Mientras ellos estén aquí nosotros los acobijamos. Pero ¿qué pasará con ellos cuando lleguen al bachillerato?

La Hermana Ivonne, la directora del colegio, dice que nunca habían visto una situación tan dramática, que no ha hecho sino agravarse en los últimos dos años. “¡Tantos niños dejados atrás!”, exclama. Están tan afectados que muchos temen que también se vayan sus maestras (por la alta tasa de deserción laboral de docentes) porque sienten, dice la Hermana, que es un abandono más. Muchos niños ven en sus maestras una figura materna.

—Hasta le piden la bendición. El otro día una niña le trajo a su maestra una harina pan (mezcla para hacer arepas) y le dijo, “tome maestra, yo no quiero que se me vaya”. Ella creía que la situación de la maestra se remediaba con una harina pan.

Cada alumno reacciona distinto, reconoce la religiosa. Algunos son más disruptivos, otros se vuelven tímidos o comienzan a contestarles a las maestras. Y al preguntarles por qué reaccionan así responden: “¿y cómo quiere que no esté así si mis papás se fueron, me abandonaron, y estoy con mis abuelos que no me cuidan?”.

Tienen una sensación de abandono aunque papá o mamá estén pendientes y manden dinero, explica Abel Saraiba, quien también es psicólogo. Pero hace esta distinción: el que migra no abandona. Porque no significa que la madre o el padre hayan abandonado a sus hijos, sino que los dejaron al cuidado de un tercero.

—La gente no se va porque quiere. Las familias se ven obligadas a tomar esta difícil decisión. Aquí la elección está entre poder abrazar al hijo en su cumpleaños o poder comprarle zapatos para la escuela. La evidencia más clara de que estamos viviendo una emergencia humanitaria es la migración forzada y la niñez dejada atrás.

Emergencia humanitaria, víctimas de la emergencia. Palabras clave en este tema, más aún cuando la gran mayoría de esos niños y jóvenes quedaron en una indefensión legal porque sus padres (en 64% de los casos según Cecodap) no hicieron trámites para que los abuelos (más de 50% se queda con abuelos), tíos o hermanos mayores pudieran representarlos cuando haya que inscribirlos en la escuela, atenderlos en un hospital o sacarles la cédula de identidad.

Eso le pasó a Deisi, la mamá de los cuatro hermanos que viven en el barrio José Félix Ribas. No sólo emigró a otro país sin papeles, sino que tampoco gestionó la documentación para dejar a sus hijos a cargo de los abuelos. Son realmente pocos los que dejan la colocación familiar, ese trámite vital para proteger los derechos de los niños: apenas 10% de los padres migrantes, según Cecodap.

Carmen, la abuela de los niños, dice que estaba ilusionada porque su hija le prometió que regresaría en febrero, pero ya es marzo y no sabe de ella desde hace varias semanas. Dice esto mientras señala la foto que le tomaron a Deisi cuando hizo la primera comunión, cuando cumplió quince años “y se parecía a la hija de Lila Morillo” (la actriz de telenovelas e hija de la cantante y vedette venezolana).

A esa edad, a los quince, Deisi ya había parido a su primer hijo, Leo.

—No, ella no hizo ningún papeleo de la Lopnna (se refiere a la Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente). Se fue de repente, con lo que tenía puesto, y dijo que iba y venía. Seguro que de aquí a que toque inscribirlos en la escuela ella ya habrá regresado.

Deisi dice estar dispuesta a regresar, pero la realidad se lo impide. Ella y su marido no tienen suficiente dinero. Viven con 15 personas más en una casa que apenas tiene dos piezas y un baño, cerca de la plaza mayorista de abastos “Corabastos”, ubicada al occidente de Bogotá, en la localidad de Kennedy, uno de los sectores con mayor número de robos a mano armada en la capital, según un estudio de los años 2018 y 2019 elaborado por la Universidad Nacional de Colombia.

Un primo de Antonio, su esposo, les permitió que se quedaran pero en una semana tendrán que irse porque el espacio es muy reducido. Encontraron un cuarto en el mismo sector por el que tendrán que pagar 84 dólares (350.000 pesos pesos colombianos).

—Se nos vienen días más duros, pero por lo menos estamos juntos. Yo le pedí a ella que se viniera para que trabajáramos los dos y así juntar más plata para mandar a Caracas. Tampoco quería estar solo porque es difícil— dice Antonio.

Su esposa lo interrumpe.

—Yo ya le dije que apenas me mejore, me devuelvo con los niños. Estar lejos de ellos es algo que no soporto.

Antonio la mira y guarda silencio. Pareciera que quisiera darle la razón a su mujer, pero no se atreve.

—En Caracas la cosa está dura. Allá no ganaba ni siquiera para comprar algo de comida y por lo menos acá consigo algo. No es mucho, pero mando de vez en cuando algo.

Se sienta al lado de Deisi y le toma la mano. Le sonríe.

La casa donde se están quedando es fría y húmeda. El piso es de cemento bruto y el techo es de zinc. Está lloviendo y las gotas se cuelan por varios agujeros.

—Toma esa olla y ponla ahí— le dice Deisi a Antonio.

Las gotas en la vasija suenan a tormento interminable en tiempos de invierno en la capital colombiana, en donde la temperatura, debido a la heladas, baja hasta los siete grados centígrados.

—Desde que llegué no he visto el sol dos días seguidos— dice Deisi.

—Me habían dicho mis primos, que se vinieron antes, que Bogotá era dura, pero no me imaginé que fuera tanto— asienta Antonio.

En el barrio José Félix Ribas de Petare sí pica bastante el sol porque todavía se siente la temporada de sequía. Las lluvias han tardado en llegar. La abuela Carmen se detiene un momento y vuelve a asomarse por la ventana al escuchar una risa afuera. Es miércoles de ceniza y aún se siente el ambiente festivo de Carnaval.

—Ayer nos encerramos aquí porque estaban todos esos niñitos afuera disfrazados. Y ellos (los nietos) nada. Ellos mirando y mirando. Me da cosita porque no tenían cómo jugar carnaval. Entonces los metí al cuarto, les bajé un poco de peluches para que jugaran y no estuvieran todo el rato mirando por la ventana a los otros niños.

Continúa guiando el tour por la colección de fotos dispuestas en las paredes y en una repisa y se detiene en el retrato de un hombre joven. Es su hijo, susurra, el que diosito le quitó, sigue, lo encontraron muerto en su casa (el rancho de abajo) hace dos años. Nadie le dijo cuál fue la causa; ella cree que fue un infarto. La ayudaba muchísimo, su hijo, solía traerle provisiones, le daba dinero, cuidaba casi todas las tardes a Leo, Leidi, Coquito, sus sobrinos consentidos.

Pero desde que él no está, y ahora que le toca atender a los nietos, siente vértigo al ver que todo se estremece a su alrededor. Sobre todo cuando no llega la caja (se refiere a la caja Clap, el programa de abastecimiento alimenticio que promueve el gobierno venezolano), la cual recibe, cuando tienen suerte, una vez al mes, con un kilo de arroz, dos de pasta, una harina para arepas, quizás dos atunes en lata.

—A veces hasta tres meses tarda en venir la caja. Menos mal que en la escuela les dan desayuno a los niños. El otro día pude comprar una bolsita de leche para darle a la bebé (que ya está empezando a caminar) pero ya se acabó. Se enferman mucho, les da gripe a cada rato. Es que ella (Deisi) les traía sus frutas y su leche. Por eso le pido a mi viejo (su esposo Pancho) que les traiga guayaba. Cambur (banana) no porque les da flema.

Víctimas de la emergencia, los dejados atrás, repite Saraiba. Por eso los organismos internacionales también los considera migrantes, aunque permanezcan en Venezuela. La Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares de la ONU estipula que migrante no sólo es el que se muda a otro país sino también el que se queda en el país de origen, pues tiene una alta vocación migratoria (muchas probabilidades de aspirar a una reunificación familiar en un futuro cercano). Venezuela ratificó este tratado en el año 2016, y por ende, los niños y jóvenes que quedaron al cuidado de terceros en territorio venezolano tienen derecho a recibir una doble protección: por ser niños y jóvenes y por ser considerados también migrantes.

—La apuesta es potenciar espacios de incidencia pública para que tanto el Estado venezolano como los estados receptores adopten medidas en esta materia. Que se generen consensos internacionales para garantizar también los derechos de los dejados atrás.

Porque padecen doble vulnerabilidad y doble pérdida, subraya el coordinador de Cecodap: la de sus padres y el abandono del Estado venezolano. Una población de más de un millón de niños, niñas y adolescentes con secuelas emocionales y apenas una mínima fracción de estas familias rotas, 12%, logra recibir algún tipo de ayuda psicológica.

Justamente esta semana (es lunes 2 de marzo y los niños sí fueron hoy a la escuela), los hijos de Deisi –y el resto de los dejados atrás que estudian en la Jesús Maestro– comenzaron a recibir apoyo terapéutico de un equipo multidisciplinario del Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño, Invedin. Desde noviembre pasado, cuando se activó el convenio entre la escuela de Fe y Alegría y esta asociación civil, han estado diseñando la metodología para ofrecer terapias psicológicas, de lenguaje y ocupacional, consultas de trabajo social y pediatría, cuatro días por semana, a los alumnos que lo necesiten (allí estudian cerca de 600 niños de maternal a sexto grado).

Coquito, el que a veces llega con moretones y el otro día perdió control de sus esfínteres, fue uno de los primeros que atendieron las terapeutas. Le siguieron Leo y Leidi. Los pusieron a hacer varias actividades en uno de los salones con paredes de vidrio que se remodelaron con el apoyo de Unicef en 2017. De allí salieron contentos y directo al patio de recreo.

—Ellos (los de Invedin) visitan las familias y estudian los casos más complejos— comenta la Hermana Ivonne. —Ya comenzamos a ver resultados. Algunos niños han mejorado.

En el patio, los compañeros de Leo –cursan primer grado, visten franela blanca– forman una ronda. Las dos maestras guían el juego: “¡Vamos, aplausos, aplausos, Ula, Ula!”. Y los niños aplauden y se contornean. “¡Ahora aplausos, aplausos, de huevo frito!”. Y los niños sueltan carcajadas.

Otro grupo, donde están Coquito y Leidi –preescolar, franela roja–, juegan al enano y al gigante. Se agachan, se levantan. “¡Enanoooo, giganteeee!”.

Entonces los tres se juntan antes de subir al salón para escuchar otro mensaje que les manda su mamá en una nota de voz.

Transcripción

—Deisi: Hola mis hijos ¿cómo están?, ¿cómo se están portando?, espero que bien. Mami aquí los extraña un montón, y de verdad gracias, gracias, gracias, por los mensajes que me mandaron, y por los dibujos, estaban muy lindos, los felicito. Y bueno, mis amores, mis palabras sobran para decirles que los amo mucho y los extraño. Pronto estaremos juntos.

—Antonio: Bueno, Dios los bendiga papi, que se porten bien, espero que les estén haciendo caso a sus abuelitos. Y bueno, ya saben lo que tú y yo hablamos antes de yo venirme a Colombia, que estuvieras pendientes de tus hermanos y los cuidaras. Especialmente de Coco, que es el más tremendo, y bueno, más nada papi, se me cuidan, y hacen caso en el colegio. Chaíto se les quiere.

55 segundos con las voces de mamá y papá que salen de un teléfono. Miran también la foto de unos juguetes que su mamá le pidió a la periodista que les mostrara: sus regalos de niño Jesús. Dos carros, uno rojo y otro negro. Dos muñecas de Frozen, una casa de Plaza Sésamo, una tableta para bebés.

—El niño Jesús me trajo tres carros aquí y ahora mi mamá me tiene esos dos carros por allá— reacciona Leo. —Me gustaron mucho. Gracias, mamá.

Pero no quiso grabar ese mensaje en una nota de voz. Tampoco Coquito o Leidi. Estaban distraídos y sus maestras los llamaron a hacer la fila para subir a clases. Así que esta vez no hay respuesta de los niños a sus padres para enviar vía WhatsApp.

Quién sabe hasta cuándo los vuelvan a escuchar así, porque hace unos días Deisi nos envió una nota de voz desde un número desconocido, en la que decía que había extraviado su teléfono inteligente. Pedía el favor que le dijera a su mamá, la abuela de los niños, que no iba a poder enviar los 350.000 bolívares (unos 5 dólares) que estaban solicitando para la foto escolar.

Pero la señora Carmen no contestó la llamada.

Abel Saraiba resume en una frase lapidaria cuán dramático será el impacto a futuro en la niñez dejada atrás: los venezolanos nunca seremos los mismos. Estos niños, explica el psicólogo, al crecer sin madre o padre tendrán referentes afectivos y sociales distintos, con gran riesgo de que sean referentes deficitarios y en muchos con retrocesos en estilos de crianza. Como el regreso del castigo físico, por ejemplo, una práctica que la Lopnna (ley venezolana para la protección de la infancia) ha logrado erradicar desde hace 13 años.

—Este fenómeno va a transformar radicalmente a la sociedad venezolana en unos 30 años. Porque existe un salto generacional entre quienes hoy acompañan la crianza de estos niños: las abuelas tienen un estilo más tradicional y no tienen las mismas herramientas. Por eso, la migración forzada tendrá un alto impacto generacional, psicológico, social y antropológico. Los venezolanos nunca seremos los mismos.

La señora Carmen llama para saber si hemos hablado con su hija, pues no sabe nada de ella desde hace dos semanas. Se queja de que no tienen agua para lavarles las manos a los niños –es el segundo día de cuarentena en Venezuela por el coronavirus– ni para lavar las sábanas.

—Imagínese. Con estos cuatro niños y sin agua, y con el virus ese rondando por ahí. Esto es horrible. Hace una hora vi como a 26 pistoleros pasar frente a la casa. Iban hacia arriba echando plomo. Unos muchachitos. Menos mal que estamos aquí encerrados. Me da mucha pena pero quería pedirle si puede llamar a mi hija para saber si está bien.

Enseguida dejamos una nota de voz en el teléfono desconocido desde donde contactó Deisi hace unos días, pidiéndole que se comunique con su mamá.

Varios días después (22 de marzo, día 8 de la cuarentena en Venezuela) ella manda otra nota de voz:

—Hola cómo estás es Deisi. Aún no he podido recuperar mi teléfono. Estamos bien. ¿Tú no sabes qué es lo que mi mamá quiere hablar conmigo?

Epílogo:

Una semana después de hacer esa pregunta, Deisi avisó que ya había recuperado su línea en un teléfono inteligente. Sin embargo, todavía no ha logrado hablar con sus padres ni con sus hijos en Caracas. Sólo pudo enviarle un mensaje de texto a una vecina de los González diciendo que mandaba saludos.

La señora Carmen recibió los saludos y aún así, su angustia no cesa pues teme que en algún momento Deisi pueda contagiarse del coronavirus. El 8 de abril, día 25 de la cuarentena en Venezuela, llamó por teléfono y nos pidió que le enviáramos este mensaje a su hija:

—Dígale que todos estamos bien. Que estamos rezando para que se venga en uno de esos buses que están mandando desde Colombia. Que si ella no está haciendo nada allá, entonces que se venga. Que aquí la necesitamos. Hemos visto en las noticias que eso allá está muy feo. Que se cuide mucho y que le mando la bendición.

Al recibir el recado, Deisi, agradecida siempre por la intermediación, respondió en una nota de voz que no, que no regresará a Caracas. Al menos por un buen tiempo.