Arauca, ribera al acecho

Más de 30 familias venezolanas viven en la orilla del río Arauca, afluente que comparte casi 300 kilómetros de frontera entre Colombia y Venezuela. Allí, a su alrededor, niños y jóvenes indocumentados sobreviven al acecho de la explotación sexual y del reclutamiento de los grupos armados

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Texto:

Rafael David Sulbarán

Fotos:

Cindy Catoni

El calor es punzante pero la brisa que golpea de este lado del río Arauca, en la ciudad del mismo nombre, logra disimularlo. El ruido de las lanchas, la gente por doquier vendiendo dulces, café, empanadas o cualquier antojo, hacen de este malecón un lugar hiperactivo. A lo largo de esta ribera, niños, niñas y adolescentes venezolanos como Rubén, Valeria, Joaquín, la bebé de María y Jessica, deambulan indocumentados.

En Arauca, departamento de los llanos orientales de Colombia, se han establecido miles de familias venezolanas como consecuencia de la migración, al menos unas 30 hacen vida a orillas del río.

La cantidad de menores de edad venezolanos que ahora residen en este departamento, producto de la migración forzada, también es alarmante: cerca de 10.000 niños y adolescentes viven allí, indica el reporte publicado a fines de 2019 por Cecodap, el centro de investigación sobre derechos de la infancia con sede en Caracas, Venezuela.

Muchos de ellos se instalaron en la ribera del río en condiciones precarias. Pero la segunda semana de abril fueron desalojados por las autoridades debido a la emergencia sanitaria por el brote de coronavirus. Algunos han dicho que volverán después de la cuarentena porque sus formas de sustento están ligadas al afluente. Los que habitaban allí hasta hace días, dormían, comían y trabajaban a la intemperie. Varios muchachos, incluso, andaban solos y expuestos a enfermedades y riesgos como la violencia, la explotación sexual, el reclutamiento de grupos armados o delincuenciales, la extorsión y otras vulneraciones a sus derechos.

Intento fallido

Uno de esos chamos que ha vivido el riesgo es Rubén. Tiene 16 años y habla siempre como si estuviera apurado. Cuenta que llegó con su familia desde la ciudad de Maracay, estado de Aragua, en el centro norte de Venezuela.

Antes del desalojo por la pandemia, trabajaba en la orilla del río Arauca. Su labor era llevar gente hasta las canoas. También ayudaba a cargar los sacos de comida que transportan los viajeros en los comercios cercanos al malecón.

En los últimos dos años, cuando repuntó la migración forzada venezolana, Arauca comenzó a recibir cantidades de personas migrantes. Migración Colombia confirma que en el departamento hay oficialmente 46.995 venezolanos, de los cuales 23.158 residen en la ciudad capital (el doble de lo reportado en 2018 por la misma institución).

Arauca tiene una población 273.000 habitantes, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) de Colombia. Así las cosas, los venezolanos en esta zona representan 17% de los habitantes de Arauca. El informe del Banco Mundial de 2019 también confirma que en proporción a su población, el departamento es el que tiene más migrantes irregulares venezolanos de toda Colombia. Por cada seis araucanos hay un venezolano en este lugar.

Rubén lleva puestos unos audífonos rojos que le costaron 45.000 pesos (unos 15 dólares), la misma suma que, asegura, le ofrecieron unos miembros de la guerrilla para reclutarlo. Los muchachos venezolanos que llegan a Arauca son presa fácil para esta guerrilla que surgió hace 55 años en Colombia y que sigue sin firmar la paz y mucho menos desmovilizarse.

—Estaba llegando acá, eso fue en junio del año pasado. Esa gente anda pendiente de quién viene y quién se va. Caminaba con un primo y de pronto nos llegan dos tipos en una moto. No llevaban casco, y nos preguntaron la edad. Yo tenía 15, mi primo 22. Nos dijeron que si queríamos trabajar en una finca, que nos pagarían bien. Nos ofrecieron 45.000 pesos y que nos iban a dar comida y para dormir, que no nos preocupáramos. Les preguntamos qué tipo de trabajo era y nos dijeron que allá nos iban a contar.

En noviembre de 2019 Carlos Alfonso Negret, defensor del pueblo en Colombia, dijo que había recibido información sobre reclutamientos de migrantes en la frontera. El 3 de marzo pasado un medio de comunicación informó que en septiembre de 2018, en el departamento de Arauca, tres menores de edad venezolanos, que estaban siendo utilizados por los disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para llevarles alimentos, murieron cuando el campamento de ese grupo fue bombardeado por las fuerzas militares.

Rubén es avispado, un muchacho que ha aprendido con el andar de la calle. Su primo también lo es, y ya habían escuchado que grupos armados trabajaban de esa forma, reclutando a jóvenes venezolanos recién llegados, así como carne fresca. Muchos han caído así, en medio de la necesidad y la inocencia.

Les dijimos que ya teníamos trabajo, que no nos interesaba mucho, pero que los buscaríamos. Luego lo vimos un par de veces, pero tal vez se dieron cuenta de que, como estábamos trabajando en las lanchas, teníamos un empleo honrado pues, y no nos molestaron más.

Varias organizaciones no gubernamentales han detectado que esta es una de las formas en las que opera el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidencias de las FARC para captar jóvenes en situación de vulnerabilidad. El informe de Human Rights Watch (HRW) detalla que los miembros del ELN, para distinguirse cuando viajan en moto, no usan casco. La policía tampoco se mete con ellos.

En la vía a Yopal también opera la guerrilla tratando de capturar jóvenes, indican algunas fuentes consultadas. Les ofrecen dinero, comida y hospedaje, les hacen creer que trabajarán en una hacienda o algo similar y resulta que los llevan a campos retirados, algunos en el lado venezolano.

—A los hombres les enseñan a disparar. Si son muy jovencitos, los usan como mandaderos, es decir, a llevar mensajes de extorsión a los comerciantes o para cualquier amenaza. A las mujeres las ponen a cocinar, atender el campamento, es decir, a cosas del hogar— explica una funcionaria de la Defensoría del Pueblo de Arauca que pide reservar su identidad.

El departamento de Arauca tiene una gran presencia del ELN. En Colombia hay 112 municipios, de 1.103 en todo el país, donde los miembros de este grupo armado hacen vida. Pero en Arauca tienen dominio, incluso por encima de las autoridades locales. Según el informe presentado por la Fundación Paz y Reconciliación, Arauca es el segundo departamento con mayor accionar bélico de este grupo luego de Norte de Santander, y según cálculos oficiales de las Fuerzas Armadas, unos 800 hombres componen los frentes en diferentes zonas del departamento.

Luego de la firma del tratado de paz con las FARC, en 2016, según la HRW, el dominio del ELN aumentó, aunque han debido cambiar su modo de operar y su forma de financiamiento, indica el informe, sobre todo lo relacionado con la producción de cocaína o distribución debido a la eliminación de miles de hectáreas de cultivo de la droga. Por ello, el grupo armado también se ha trasladado hacia el norte, aumentando la presencia en Venezuela, señala la HRW.

Pese al desplazamiento, el dominio de los “elenos” en Arauca es grande.

—Acá hay dos leyes, dos normas: la oficial y lo que diga el ELN. Ellos imponen su ley, incluso deciden si tal candidato es bueno para la alcaldía— afirma un funcionario de la Personería Municipal de Arauca con la condición de mantener su anonimato.

Según el informe oficial del Ministerio de Defensa de Colombia, los grupos disidentes y otras organizaciones armadas al margen de la ley cuentan con 2.296 hombres y mujeres, de los cuales 30% son venezolanos, una cifra que estaría rondando las 500 personas.

Human Right Watch presentó un informe el pasado 22 de enero en el que aseguró que estos grupos armados dominan el territorio bajo amenazas de muerte, extorsión, control social y su propia ley. También se refieren al reclutamiento de menores de edad en Arauca y el estado Apure.

—El ELN y el grupo disidente de las FARC también reclutan a niños y niñas tanto en Arauca como en Apure. A menudo, los grupos armados convencen a los niños y niñas con dinero, motocicletas y armas. Varias niñas que lograron salirse de los grupos armados denunciaron hechos de violencia sexual cometidos por guerrilleros, incluidas violaciones y abortos forzados— señala la funcionaria de la Defensoría.

Aunque resulta complejo medir cuántos niños venezolanos han sido reclutados, la organización Save the Children advierte que los niños y adolescentes migrantes venezolanos son los más vulnerables a ser captados. “Lamentablemente la población venezolana y particularmente los niños y niñas con su entrada al país por trochas, muchas veces manejadas por estos grupos delincuenciales, están siendo una de las principales víctimas de este fenómeno”, resalta en un reporte la directora de incidencia política y comunicaciones de Save The Children, Luz Alcira Granada.

La Fiscalía General de la Nación de Colombia está investigando 21 casos de reclutamiento de menores ocurridos desde 2017 en Arauca, incluidos 6 en los que las víctimas eran venezolanas según el informe de HRW.

—En la ruta, los grupos armados aprovechan la vulnerabilidad de estos viajeros y les ofrecen comida, hospedaje en fincas. Esta situación ocurre comúnmente y en el caso de los niños, les ofrecen aparatos electrónicos, juguetes, o hasta dulces y se los llevan— detalla la funcionaria de la Defensoría.

Otro de los agravantes en esta situación, subraya el coordinador de Cecodap, Abel Saraiba, es que la mayoría de los migrantes desconoce los organismos competentes para la formulación de denuncias u optan por mantener silencio por temor a sufrir represión de parte de estos grupos irregulares.

Organizaciones como Save The Children, Unicef, el Consejo Jesuita de Refugiados apoyados por la Defensoría del Pueblo y la Personería Municipal velan por la protección de estos niños y jóvenes.

—Mantenemos un trabajo de campo constante para atender y rescatar a estos niños vulnerables. Tenemos múltiples casos de reclutamientos e intentos que logramos atender y logramos regresarlos para que sigan estudiando y formarse— asegura el funcionario de la Personería.

Muy cerca de donde trabaja Rubén, del otro lado del bulevar, se encuentra alias Isaías, un miembro del ELN que maneja el negocio de las lanchas por ese costado.

—Allí todos los lancheros, deben rendirle cuentas a él. Un gran porcentaje de los viajes le queda a él— cuenta Rubén mientras mira hacia otro lado.

Isaías maneja al menos unas 20 canoas, las cuales tienen su propio atracadero y del lado venezolano arriban hasta una zona identificada como de la Guardia Nacional de Venezuela.

Los habitantes de la ribera prefieren evadir o callar cuando salta el tema del reclutamiento de niños y jóvenes porque temen que cualquiera a su alrededor pueda ser un miembro de la guerrilla.

Rubén se ha salvado, hasta ahora. Es consciente de que no quiere irse con grupo ilegal alguno y ha podido ocuparse en otras labores, pero también sabe que varios chicos venezolanos y migrantes, como él, no han corrido con la misma suerte y se han ido a la guerrilla.

Embarazo frente al río

En la misma ribera del río Arauca, el viento acaricia las mejillas y la panza de Valeria. Se la pasa somnolienta, un síntoma natural de su condición, pero ella siente que su fatiga se debe a que casi no puede dormir en las noches. Su casa temporal, su lugar de descanso, es una colchoneta dispuesta en el suelo, bajo un árbol, en plena orilla.

—Sería bueno estar en un chinchorro, descansando— dice mientras voltea de un lado a otro, como si buscara algo perdido.

Sentada sobre una media cerca de concreto en el malecón comenta que a esta hora del mediodía, aunque su cuerpo se lo suplique, no puede reposar porque debe esperar a su esposo. Valeria tiene 17 años, una panza de siete meses, y llegó a esa orilla hace ocho, justo antes de conocer a José. Se hicieron novios y quedó embarazada.

Valeria migró hacia Arauca sin pasaporte; tampoco tiene cómo tramitar el Permiso Especial de Permanencia colombiano. Se sabe indocumentada, pero acompañada: en ese rincón de la ribera sobrevive con su madre y compañera de viaje, Marta Díaz, y con el que llama esposo aunque no estén casados, José Rivera, un joven que trabaja vendiendo chupetas en el centro de la ciudad.

Aunque la dominara la fatiga propia del embarazo (ya saben que el bebé es varón), sería difícil completar una siesta bajo el árbol con este viento tan fuerte y el escándalo de los motores de las canoas, que van y vienen sin parar.

Allí navegan decenas de pequeñas embarcaciones de madera cada hora en una travesía que dura poco menos de un minuto, desde la costa de El Amparo en Apure, del lado venezolano, hasta Arauca, en pleno llano oriental colombiano. Los viajeros prefieren el río que ir por el paso legal ya que no les exigen documento o identificación. Cerca de 2.400 personas cruzan cada día este río desde Venezuela, según datos de Migración Colombia. Unas 200 se quedan en Arauca; el resto se devuelve para regresar al día siguiente. Practican la migración pendular, es decir, trabajan en Arauca y viven en El Amparo o Guasdualito, poblaciones fronterizas ubicadas a media hora en carretera del lado venezolano, en el estado Apure.

Sobre el río luce imponente el puente internacional José Antonio Páez, uno de los siete puntos oficiales que conectan a Venezuela y Colombia por 2.219 kilómetros. Pero la gente cruza más por la vía fluvial que atraviesa los pasos limítrofes, a la que todos llaman “trocha”.

Sentada en el malecón, descalza, viste una blusa colorida que deja expuesto su embarazo al aire:

—Esta camisa me la regaló mi abuela antes de venirme. Yo no quería salir, pero mamá me convenció y bien, acá estoy con la poquita ropa que me traje— comenta distraída.

Cruzó la frontera sin papeles. Dice que su cédula de identidad se le perdió en una rumba en Guasdualito y que le ha dado pereza sacarla de nuevo. Una vez, recuerda, fue a la oficina del Servicio Administrativo de Identificación Migración y Extranjería venezolana (Saime) y le dijeron que no había material. Valeria nació y creció en Guasdualito, en una familia de cinco hermanos que sobrevivían con los trabajos ocasionales de Marta en el campo, o vendiendo café y ropa en la calle.

—Ya la situación no se aguantaba más. Mi mamá ya no tenía cómo darnos de comer y bueno, salimos por el río.

El viaje de Guasdualito a Arauca es corto, apenas media hora en autobús hasta El Amparo. Antes de migrar a Colombia, Marta vivió siete meses con uno de sus hijos en Quito, capital de Ecuador, pero no aguantó mucho el frío, y retornó a Guasdualito. Al poco tiempo gastó los 300 dólares que se trajo de Ecuador y decidió volver a migrar.

A Valeria no le pesó irse sin documentos. Total, dice para justificarse, todo el mundo lo hace.

—Es común que la gente viaje sin pasaporte, sin cédula. Por eso casi todo el mundo pasa es por aquí, por el río.

Su formación escolar fue truncada desde antes de su adolescencia. Cuenta que no pudo seguir estudiando pues para su mamá era difícil costear la comida, los útiles y los uniformes. Por eso sólo alcanzó a terminar cuarto grado. Ni en Guasdualito ni ahora en Arauca, Valeria se ha planteado continuar su educación.

De hecho, más de la mitad (52%) de los niños y adolescentes venezolanos migrantes en Arauca no está asistiendo a la escuela, según datos de Cecodap, organización venezolana para la defensa de los derechos humanos de la infancia. Otros 4.800 jóvenes venezolanos sí han logrado matricularse en el sistema escolar.

Pero el resto, como Valeria, no tiene posibilidades de inscribirse por su condición de indocumentados. Antes de que se supiera que estaba embarazada, ella no se había preocupado por sus papeles. Ahora sí.

Y como ella sabe que esos trámites toman su tiempo, por lo pronto se concentra en lo urgente: conseguir ropa para su bebé y dinero para las medicinas.

—Ahora no tengo para el ácido fólico. Tengo que comprar al menos 30 pastillas y bueno, no hemos podido reunir lo suficiente.

Según las leyes colombianas, un extranjero puede ser asistido en situaciones de emergencia o especiales como un embarazo. El Ministerio de Salud de Colombia brinda servicios para atender los partos de mujeres venezolanas y a sus recién nacidos. Pero Valeria no ha tenido acceso a esta información. Solo ha acudido en dos ocasiones al Hospital San Vicente de Arauca.

Valeria cumple la mayoría de edad en junio y espera no pasar su cumpleaños allí, a la orilla del río, como una madre recién estrenada en esas condiciones. Son las 2:00 de la tarde y aún no ha almorzado. Espera a que llegue su pareja para poder comer. Su madre Marta tampoco ha comido, pero dice que aquí, en este lado del río, siempre tiene el alimento garantizado.

—Prefiero estar aquí, así sea en estas condiciones, ya que no paso hambre y es menor riesgo para el niño— sentencia Valeria. En Venezuela la oportunidad para darle el bienestar al bebé sería nula. Acá por lo menos tendrá comida, así no tenga esa comodidad y esté en riesgo por alguna enfermedad.

Cocina en la ribera

Joaquín tiene nueve años y ayuda a varios chicos a levantar unas cajas de comida. Sus padres, dice, están “por allí”, mientras él se siente orgulloso de trabajar a una edad en la que por cierto, no tiene ni cédula ni otro documento que lo identifique.

—Así tengo una platica para comprar algunas cosas y ayudar a mi mamá– comenta justo antes de terminar de llenar el carro con cinco cajas y dos sacos para llevarlos hasta las canoas.

A unos pasos de Joaquín, María prepara el fogón para cocinar. Llegó hace un año y se instaló en ese costado del agua, donde cocina, lava, asea a sus dos hijos pequeños y duerme junto a otras familias, todas migrantes de diferentes partes de Venezuela.

—Yo vivía en Acarigua (estado Portuguesa) y, bueno, cada día era más difícil comer, mantener la casa— cuenta María, de 23 años, mientras le da de comer a su bebé de un año de nacida. Están sentadas a pocos metros de las aguas turbias del río.

Para lavar, María recoge agua del mismo río. Para bañarse, también. Para cocinar, suelen tener acceso a agua potable: a veces se las ofrece la señora del restaurante de pescados, otras un comerciante que tiene un supermercado. Cuenta que a todos les han aparecido “ronchas en el cuerpo y cosas raras”, pero allí siguen porque por el momento, asegura, no tienen alternativa.

Cuando consigue dinero, María paga en un sitio donde bañarse. Su niña, lo recuerda bien, estuvo internada dos veces por una bacteria que agarró. Por tres días permaneció en el Hospital San Vicente, aprovechando la atención que, por ley, brinda el Estado colombiano en casos de emergencia. Pero al momento del ingreso, dice que la enfermera no la quería aceptar.

—No querían dejarla porque mi niña no es colombiana. Pero justo salió la doctora de guardia cuando mi niña vomitaba por la bacteria que tenía en su barriga.

María pudo atender a su bebé gracias a que contaba con la partida de nacimiento venezolana. Ese requisito lo exige el hospital araucano, y la mayoría de los hospitales colombianos para atender a niños venezolanos.

Juan, el esposo de María vende limones en el centro de Arauca. Con eso pueden comprar algo para la comida. En ese rincón de la ribera improvisaron una suerte de cocina: un hueco en el mismo suelo. Y allí comen, con la brisa del Arauca que logra ventilar el sofoco por los 36 grados de temperatura.

—Entiendo que no es el mejor sitio del mundo. No tengo ni techo, hace calor. Pero por ahora es la mejor forma de brindarles un futuro mejor a mis hijos, aunque tengamos que dormir como estamos, en el suelo.

También añora su casa, el “ranchito humilde” donde vivía en Venezuela, y aún así prefiere mantenerse en este río, a pesar de lo peligroso que pueda ser.

—Una vez vi una cabeza rodando, parecía un hombre. Pero lo peor fue cuando mataron a un chamo y lo echaron al río. En la madrugada escuchamos unos tiros y al rato se oyó cómo caía al agua. A la media hora llegó la policía preguntando, pero dijimos que no habíamos visto nada. A los que hablan les cortan las manos.

Tinto y algo más

La sonrisa y la cabellera alisada y castaña de Jessica llaman la atención de un hombre, lo suficiente para que éste se acerque a la jardinera de concreto que sirve de banco en la plaza central de Arauca. Jessica —morena, delgada, 17 años— carga una tableta electrónica y tres envases con el café que vende a 700 pesos el vasito.

—¿Me vendes un tinto?— pregunta el hombre cuya gorra le oculta los ojos. —¿Y qué más vendes?— replica.

—Vendo tinto y algo más— responde pícara Jessica enseñándole una caja de cigarro guardada en un bolsillo de su falda.

Lleva apenas dos días en Arauca. Llegó con su hermana mayor de 21 años y sus tres sobrinas que ahora corren y juegan en la plaza repleta de vendedoras de café. Yesenia es madre soltera y decidió salir de su casa en Barquisimeto, estado Lara, al centro de Venezuela, para darles una mejor vida a sus dos niñas. Se trajo a Jessica sin el permiso de los padres, y sin documentos.

—Estoy recién llegada. Una señora me alquiló estos envases para vender café y con eso estamos haciendo para pagar el cuarto— comenta Jessica mientras observa sin detenerse la tableta que está conectada al internet gratuito de la plaza.

Se comunica con una prima que migró a Cali. Dice que le están ofreciendo irse para allá y está coordinando el viaje.

En su venta de tintos logra reunir, en promedio, unos 4 dólares diarios por envase (12.000 pesos). Pero para ella, este ingreso no es suficiente.

Me han llegado dos veces ofreciéndome que trabaje en un prostíbulo, pero me he negado. No vine para acá a eso. Ayer, al salir de la pieza donde vivo se me acercó una mujer y me preguntó si quería ganar buen dinero. Le dije que sí, luego caí en cuenta y no fui— asegura, nerviosa.

También, en esa misma jardinera de la plaza, un hombre le hizo un ofrecimiento y le dejó un número de teléfono para que lo contactara. Jessica dice que no lo llamó.

—Me da miedo. En estos pocos días que llevo acá me han echado cuentos que maltratan a las chicas y también que las deportan. Yo no cargo papeles, sería más fácil entonces que me regresen.

Aunque migró con su hermana, que es mayor de edad, no tiene una autorización de sus padres ni pasaporte. En Arauca, al igual que en los cinco departamentos que son frontera entre ambos países, 63% de los migrantes venezolanos se encuentra en situación irregular e ingresaron a Colombia a través de una trocha, según el informe que publicó a finales de 2019 el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (WPF ONU). Esto se traduce en más de un millón de personas.

En Colombia la prostitución es legal, y en cada pueblo hay su zona de tolerancia. Sin embargo, en Arauca estos negocios no son tan visibles y trabajan bajo la vigilancia de grupos armados.

—A estos grupos irregulares les viene bien el negocio, ya que extorsionan a los dueños de los locales y según manifiestan, no les agrada que las mujeres estén vendiéndose en las calles— afirma una funcionaria del Consejo Jesuíta para Refugiados que pidió reservar su identidad.

El Consejo Jesuíta calcula que 40% de las trabajadoras sexuales son menores de edad indocumentadas.

El Observatorio para la Protección de los Derechos y Bienestar de los niños, niñas y adolescentes (OPROB) también ha alertado sobre el aumento de niñas y adolescentes venezolanas víctimas de explotación sexual. Al respecto, Carlos Mejía, director de Oxfam Colombia, indica “que esto muestra que el Estado no solo tiene el reto de proteger los derechos de los niños colombianos, sino también el de atender a los cientos de migrantes venezolanos”.

Pilar, una venezolana de 22 años oriunda de Acarigua, ciudad del centro occidente de Venezuela, asegura que desde que ella migró a Arauca, varias decenas de mujeres (calcula unas 80) cruzan diariamente el puente o el río para trabajar en burdeles.

Ella capta clientes en el Parque Caldas, un sitio ideal para comer y pasear, muy cerca del centro de la ciudad. Allí, además de las ventas de comida, se observan muchos niños pidiendo dinero, en su mayoría venezolanos, y mujeres jóvenes que ofrecen servicios sexuales como Pilar.

—Llegué acá hace cinco años, aún era menor de edad. Me vine sola, mis padres no sabían. Solo traje una muda de ropa y mi cédula. Comencé vendiendo tinto y caramelos, y eso me ayudó a alquilar una pieza. Luego, me propusieron trabajar en una casa de bailes y acepté.

La piel de Pilar es blanca. Su estatura, no tan alta como la de las misses. Luce su cabello teñido de amarillo y viste un traje negro ceñido al cuerpo. Está sentada junto a una chica que vende dulces y café.

—¿Quieres tinto? Pues aquí te vendemos algo más que eso— sugiere la chica.

Ese el gancho, revela. El café sirve como excusa para esas mujeres que no pueden estar en la calle ofreciéndose, explica.

—Muchas son menores de edad y me atrevería a decir que 90% son venezolanas. Lo que pasa es que la policía las detiene y si no tienen papeles las deportan— dice mientras se fuma un cigarro.

Las historias de Rubén, Valeria, Joaquín y Jessica, hacen parte de una fotografía en blanco y negro con muchos grises, los que otorgan las situaciones de vulnerabilidad a las que están enfrentados ellos, caminantes y migrantes menores de edad que buscan solo una cosa: una nueva oportunidad.

Epílogo:

Por el decreto de aislamiento nacional obligatorio debido a la pandemia del COVID-19, los protagonistas de este reportaje y las más de 30 familias que habitaban en la orilla del río Arauca fueron desalojados la segunda semana de abril. Actuaron en conjunto la Policía Nacional de Colombia y el Ejército de Colombia. Trasladaron a todos hasta la población de El Amparo, en el lado venezolano, al otro lado de la frontera. La medida fue tomada por el gobernador Facundo Castillo, quien decretó un toque de queda que empezó a regir el 6 de abril de 2020.